5 de febrero de 2014

Pi.

-¡Corre mamá! ¡Rápido, o llegaremos tarde! -gritaba el cachorro, moviendo la cola y pegando saltos. Sus ojos azules brillaban con intensidad, y su hocico no se estaba quieto, deseoso de captar todos los olores que nos llegaban con el viento.
Yo estaba a su lado, medio sentada, medio incorporada, porque el viento era tan fuerte que me empujaba. Apoyé las patas delante de mí para no caer de morros contra el suelo, y le enseñé los dientes al cachorro, emitiendo un gruñido grave.
-¡Pi, cállate de una vez! -grité por encima de las ráfagas de la inminente tormenta que no tardaría en caer, lo sabía por el olor a lluvia que traía el viento. Me gustaba ese olor a humedad, a fresco, a invierno.
Y yo amaba al invierno.
El lobezno agachó las orejas y se calló, apartándose unos pasos de mí.
Sonreí levemente y moví un poco la cola.
-Oh vamos Pi, no te enfades, pero no podía dejar que gritases tanto. Si gritas, las presas se escapan, ¿entiendes?
Pi volvió la cabeza atrás para ver si mi madre venía, y al comprobar que no, se acercó y se sentó a mi lado.
-Lo siento, hermana -dijo moviendo lentamente la cola-. Pero es que tengo ganas de empezar...
Alcé la cabeza y oteé el horizonte, observando la vasta llanura que se extendía delante de nosotros, y los montes de más allá. Inspiré lentamente, y, por un momento, me dio miedo todo el vacío que había, la inmensidad del horizonte. Comparado con la grandeza de aquello, nosotros éramos un trozo de polvo insignificante.
Giré la cabeza hacia mi hermano pequeño, y conseguí sentarme de forma que el viento me golpease a mí, no a él. Alzó la mirada hacia mí y me encontré con sus ojos azules, inocentes, aún ingenuos. Esa mirada tan pura y tan bella me dejó sin palabras, igual que la vastedad del mundo lo había hecho antes.
-Pero Pi, aún queda mucho para que podamos cazar. Antes hay que hacer El Viaje -contesté.
Agachó las orejas y soltó un gemido que se fundió con las brisas de viento.
-¿No podemos cazar primero? ¿Porqué, Faith? ¡Dímelo! Yo quiero cazar primero...
Bajé la cabeza para encontrarme cara a cara con sus ojos, e intenté mostrarme segura de mí misma. Debía ser fuerte por mi hermano.
-Aquí hay algo malo, pequeño. No es seguro seguir aquí. Tenemos que marcharnos, y cuando estemos a salvo podremos cazar tantas veces como quieras. Te lo prometo.
Volví a alzar la cabeza y cerré los ojos. No quería que mi hermano viera las lágrimas que empezaban a asomar. Recordaba el motivo de porqué era peligroso seguir donde nos encontrábamos.
Esa tierra estaba maldita. O puede que no fuera la tierra, pero debíamos alejarnos. Los cazadores humanos, los últimos que quedan en este mundo desolado, habían encontrado nuestra madriguera, y, a consecuencia de ello, la mayoría de la camada de mi hermano murió. Aún recordaba los tiroteos, los truenos que resonaron en el bosque. Yo corrí todo lo que mis patas me permitieron, cogí a mi hermano, que en esos momentos se había alejado del cubil sin vigilancia, y lo escondí en el agujero de un árbol caído, susurrándole que no se moviera de ahí. Sin perder tiempo, volví donde mi familia estaba intentando luchar para proteger a su familia.
Eran tres humanos, creo, porque apenas se podían distinguir. Llevaban pieles extrañas, que le tapaban los ojos y el hocico, y apenas se les podía diferenciar de un árbol. Detrás de ellos ladraban muchos perros, más de una manada de perros que se parecían a nosotros pero no lo eran.
Mi madre estaba a la fila, delante del cubil, de pie, con el pelaje castaño erizado, la cola alzada y los dientes al descubierto. Sus orejas estaban tan pegadas a su cráneo que apenas podía distinguirlas en su pelaje parduzco. Estaba protegiendo con su cuerpo al cachorro al que habían agredido los humanos. Su cuerpo estaba ensangrentado, encogido en el charco de su sufrimiento.
No pude pensar. Ni si quiera sé qué pasó por mi mente en esos momentos. Sólo sé que la rabia me invadió tanto que ya no pude ser consciente de mis actos.
Sí que recuerdo que maté, que acabé con la vida de muchos perros y de muchos hombres, que resultaban ser más de los tres que había contado antes. Aún tengo el sabor de su sangre entre mis dientes, el sonido que hace su piel cuando se desgarra, sus gritos, sus insultos, sus gruñidos, sus truenos. También recuerdo a los demás lobos saltando sobre los demás perros, intentando proteger a los cachorros, que estaban apretujados en el medio del corro de la manada, gimiendo y llorando, sin saber qué estaba pasando en esos momentos, pero con el olor del miedo recorriéndoles el oscuro pelaje.
En medio de todo esa confusión, conseguí vislumbrar a mi madre. Estaba defendiéndose de media docena de perros, que saltaban sobre ella, que la desgarraban, que la devoraban viva.
Grité, grité como nunca lo había hecho en mi vida. Y tuve miedo, miedo de verdad. Ese tipo de miedo que es capaz de hacer parar a tu corazón.
Corrí hacia ella, pero alguien me empujó y caí al suelo de lado, dándome en los pulmones. Por un momento, por un desagradable momento, no podía respirar. Me quedé en estado se shock, y no podía moverme ni reaccionar. Al menos, no hasta que el pecho empezó a arderme, y entonces sí que conseguí respirar de nuevo. Jadeé e intenté incorporarme, pero una voz me susurró:
-No te muevas.
Giré la cabeza y me encontré con la mirada de mi padre, un lobo castaño oscuro que me observaba con tristeza. Estaba tumbado y del cuello le salía mucha sangre. Jadeé de ansiedad y me acerqué lentamente a él, arrastrándome con las patas delanteras por el suelo polvoriento que olía a miedo.
No podía hablar. Quería preguntarle qué iba a pasar, pero no necesitaba que me respondiese. Iba a morir, como el cachorro apretujado al que los humanos habían disparado.
-No te muevas -me repitió-. Si quieres vivir, no te muevas. Los lobos que sobrevivan necesitarán a alguien que les ayude, y tú eres lista.
-Papá, ¿vas a...? No puedo, no puedo dejar que muráis. Ni tú, ni mamá.
El lobo oscuro cerró los ojos, y gimió de dolor. Después volvió a abrirlos.
-¡Oh no, mamá! -me acordé de pronto, y me incorporé a pesar de que mi padre gruñó.
Alcé la mirada hacia el lugar donde antes estaba ella, pero no había nada. Observé alrededor pensando que podría estar, pero no la encontraba en ningún lado. Los perros saltaban contra los lobos de la manada, pero no estaba. Mamá.
Me encogí para saltar encima de uno de los perros, pero algo me agarró del cuello y perdí la conciencia.

Cuando me desperté, los perros y los humanos se habían ido. Y mis compañeros con ellos.
Me levanté titubeante y débil, porque el que me había cogido me había hecho un corte en la zona de los hombros, y había perdido sangre, pero aún así, logré incorporarme.
No había ningún cuerpo. Nadie. El claro estaba desierto. La única prueba de que lo que había pasado había sido real era la mancha de sangre del cachorro que recibió el disparo. En ese momento estaba oscura, casi negra. Absurda comparada con todo el horror que había pasado la manada.
Me sentía pequeña, débil, vulnerable e indecisa. No podía creer que la manada hubiera desaparecido.
No podía creer que me había quedado yo sola.
Pasé dos noches en el claro, aullando, llamando a mi manada, pensando en que algún lobo me respondería, pero no fue así. El tiempo pasaba y yo seguía sola, y el único que respondía a mis aullidos era el silencio.
Estaba muy dolida, rota. Ya no era una loba, ya no era nada. Sin mi manada, ya no quedaba nada de mí.
Y en ese momento me acordé de que había escondido a Pi en el árbol. Fue un rayo de luz, un rayo de esperanza. "No estoy sola", pensé. Fue egoísta por mi parte pensar de esa manera, pero no pude evitarlo. En ese momento en el que lo había perdido todo, sentía que debía morir, al igual que mi familia, pero al acordarme de Pi, un nuevo camino se abrió para mí.
Corrí hacia el árbol lo más rápido que pude, y cuando encontré el árbol me llegó a la mente el pensamiento de que tal vez hubiera muerto. Tal vez los perros lo habían encontrado.
Pero no fue así. En cuanto me oyó, asomó la cabecita y alzó las orejas, y me saludó con lamidas y ladridos de feliz. Casi estuve a punto de llorar en ese momento, pero me sentía feliz porque no estaba sola, y porque le había salvado la vida. Le lamí y le acaricié y jugué con él durante un día entero.
Cuando me preguntó dónde estaban papá y mamá, y la manada, le respondí que se habían ido de viaje, para  conseguir comida. Cuando preguntó por sus hermanos, le conté que también se habían ido, porque ya eran grandes para poder andar. Cuando me preguntó porqué nos habíamos quedado aquí nosotros, le respondí que la manada necesitaba a dos lobos valientes que se encargasen de vigilar el cubil mientras ellos estaban fuera, y que luego los alcanzaríamos. Se lo creyó, y pensé que era la peor hermana que un cachorro puede tener.
Y ahora nos encontramos en ese momento, en el que yo no sabía si debíamos irnos o si debíamos quedarnos. Pi escondió su hocico en mi pelaje negro y gimió.
-¿Qué te pasa, pequeño?
Alzó su mirada azul hacia mí.
-Tengo miedo.
-¿De qué?
-De estar solo.
-Nunca estarás solo, pequeño. Me tienes a mí.
-¿Pero, para siempre, hermana?
-Para siempre, Pi.
Lo estreché contra mí y me dio una lamida en el hocico.
-¿Aún sigues pensando en esa cacería, Pi?
Empezó a mover la cola. Su pelaje castaño oscuro empezó a temblar de excitación.
-¡Sí!
Me levanté con lentitud y alcé la mirada de nuevo hacia el horizonte.
Ese lugar no era seguro.
-Pues vamos a empezar el Viaje, y te prometo que cuando lleguemos podrás cazar todo lo que quieras.
Se levantó y se puso a mi lado.
-¿Llegar a donde?
Empecé a caminar, hundiendo las patas en la nieve que había estado presente en nuestro territorio siempre, y donde siempre estaría. El viento nos acarició de nuevo, pero esa vez no vino sólo.
Vino acompañado de nieve.
-A donde esté nuestra manada.
Estaba nevando.

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