5 de febrero de 2014

The Blood Faith Races

Epílogo.

Silencio. El silencio destroza la escena, rasga el papel y mata el tiempo. El silencio arrebata toda vida, la desgarra.
Mi aliento se extiende hacia el cielo, formando nubes que se separan de mí y fluyen hacia lo alto. Hace frío, y mucho, pero a mí eso no me importa. Me gusta, me hace sentir viva.
Cierro los ojos y escucho los latidos de mi corazón. Tardo un poco, pero al final, los encuentro. Es increíble y maravilloso oír ese sonido, saber que hay calor dentro de mí, que estoy viva. Me parecía tan inhóspito seguir viva al final de la carrera, me parecía tan imposible conseguir ganar...y sin embargo, lo he conseguido. Lo he logrado. A pesar de todo.
Suspiro, y el viento alborota mi pelo castaño. Cierro los ojos y me imagino que sería si él estuviera aquí, conmigo. Caleb. Recuerdo su grito, su llamada.
-¡Dawn! ¡Huye! ¡Corre!
Su voz estaba rota y sesgaba el silencio; casi parecía que el destino se burlase de mí. Quise huir, salir corriendo, pero no pude apartarme. No pude irme de su lado.
Jade levantó la espada, y cuando la bajó todo lo que amaba quedó reducido a pedazos. Se marchitó y ya no tenía sentido seguir luchando.
No entiendo cómo logré vivir, cómo después de todo me salvé.
Respiro lentamente. Sombra me acaricia el hombro con el hocico. Me transmite con sensaciones cómo se siente; triste, apesadumbrado, aliviado.
Ojalá pudiera decirle que también estoy aliviada, pero no es así.
Cojo las riendas y empiezo a caminar por la tundra. Mis pies dejan huellas en la nieve, recuerdos que se extinguirán, como el viento.
La llanura blanca se extiende hacia el horizonte, una basta promesa de libertad, de vida.
Aunque yo no siento que esté viva.
El alcalde me pone una mano en el hombro.
-Dawn, tienes que recoger el premio.
Giro la cabeza y me encuentro con su mirada de suficiencia. No puedo seguir mirándole, así que continúo caminando con la vista fija en el suelo.
-No lo quiero. Quédese todo.
-Pero...Dawn...
Agarro las crines de Sombra y me subo a su silla con ligereza. Sin darle tiempo a hablar, mi caballo empieza a galopar, lejos del pueblo, lejos de las carreras.
Lejos de los recuerdos.
Y de la muerte.

Prólogo.
El miedo hace galopar a mi corazón, se marcha lejos, y mi mente intenta huir de este lugar, de este momento. 
Muchas veces me preguntan cómo es montar a caballo. Qué se siente. La verdad es que nunca sé muy bien qué responder.

Podría contarles muchas cosas...como que el tacto del cuero de las riendas es duro, resistente y fuerte, y que me siento segura cuando esas tiras me rodean las manos. O que cuando estoy encima del caballo, me olvido de mi mundo, de mi realidad, de forma que no soy la misma. También, podría decir que sientes el suelo vibrar bajo tus pies, al compás de los pasos de la montura, que sientes cómo sus músculos se tensan y se destensan, en un círculo vicioso que deja ver la increíble fuerza del animal...y entonces, te unes con él. Formas uno con el caballo, como si fuerais el mismo organismo, como si fuéramos el viento, esas ráfagas que siempre aparecen antes de las tormentas, esas brisas fuertes pero suaves, que te rozan la mejilla.

Alguien me dijo una vez que la mayor unión que existe en el mundo, la unión más fuerte, es la que siente un hombre con su caballo. Que nadie puede romper esa amistad, ese vínculo que se forma.

Es cierto.

Dentro de tres días, cómo todos los años, se celebran las Carreras de Sangre de Fe. Es una competición, una mezcla de supervivencia, de astucia, de habilidad. Trece personas, una de cada familia, deberán correr, y una saldrá victoriosa.
Las demás morirán en el intento, no importa cómo, pero sólo uno se salva.
Son muy peligrosas, los terrenos por los que hay que correr son difíciles, los depredadores nos estarán vigilando para esperar el momento oportuno para saltar sobre nosotros, para darnos caza. O si no, habrán algunos corredores que se matarán como siempre, por la vida.

Empieza una semana difícil para aquellos que corren las carreras...yo participo. Soy la única hija de mi familia, y mis padres ya corrieron...sólo me toca a mí.
Debería de tener miedo...pero no lo tengo. Más bien, me siento...vacía.
La cuenta atrás ha empezado, y cuando termine, empezará la carrera contrarreloj. Todo está en nuestra contra al principio, a menos que seas el primero.

Estoy sentada en la cama de mi habitación, mirando la pared de piedra. No puedo tener los ojos abiertos, pero tampoco cerrados.
Si los abro, veo la carrera, y si los cierro, también.
Es una pesadilla que me persigue hasta cuando no sueño.
La luz de la luna ilumina lentamente la ventana de madera de mi habitación. Desvío la mirada para ver cómo tiñe las casas del pueblo. Son casas de piedra, casas antiguas. No nos hacen mucha falta, ya que la mayoría de tiempo estamos sobre nuestras monturas.

Los otros pueblos de jinetes no son como nosotros. Son nómadas, viajan por todo el mundo, a lomos de su caballo, y se valen de los recursos de la naturaleza para comer, de las estrellas para guiarse y del fuego para calentarse.
A veces, me sorprendo al imaginarme viviendo esa vida. No sé porqué, pero siempre me ha gustado. Siempre he fantaseado con ello.

Si termino la carrera, si salgo viva, eso es lo que haré. Me iré. Siempre he pensado que no tiene sentido vivir anclados a la tierra. No somos la tierra, somos el viento, ese viento que está en constante movimiento, que cabalga por todo el mundo, con pasión, con fervor, con intensidad. La tierra está yerma e inmóvil.

Yo estoy llena de vida.

Tiemblo, suspiro, cierro los ojos. Me estoy ilusionando demasiado...no tengo que pensar en ello. A lo mejor, si dejo de pensar, dejaré de tener miedo.
Lo intento, pero vuelvo a verme dentro de la carrera, vuelvo a verme inmersa en ese mar de polvo, de muerte, de competición.
Me gusta montar a caballo, más que vivir, pero odio acabar con la vida de otra persona, y odio que se jueguen la mía. mi corazón suplica: ¡Vive! ¡Resiste! ¡Tienes derecho a seguir!

Pero estoy obligada. No puedo decir que no puedo correr...pondría la vida de mi familia en peligro.

Bajo de la cama y cojo el arco y las flechas. Aprendí a usarlo desde que era niña, y en la carrera me servirá para matar, tanto animales como persona.
Me estremezco ante la idea, pero recojo unas flechas.

Cuando salgo afuera, oigo un relincho detrás de mi. Sonrío cuando veo una sombra venir hacia mí.
Es mi caballo, Sombra, un caballo negro, mi caballo. Se unió a mí cuando era potro. Los jinetes sólo se emparejan con una montura. La verdad, es que no estoy en absoluto arrepentida de que Sombra me eligiera a mí. Al contrario, siempre me he sentido halagada.
Es un caballo completamente negro, más que un abismo, más que la oscuridad misma. Ni siquiera las pezuñas son claras, son de un color gris oscuro.
Le acaricio el morro a modo de saludo, y pongo una flecha en el arco.
Apunto con la mirada hacia un árbol cercano. La luz de la luna llena lo ilumina todo, así que tengo buena visión.
Respiro lentamente, cierro los ojos, y disparo.
La flecha silba en el aire, rápida, y se clava en el árbol. Las plumas que uso para decorarlas, de color negro, rebotan contra la madera.
Bajo el arco.
Imagino los cascos, retumbando en el suelo, el polvo, invadiéndolo todo. Mi respiración, la de sombra, el calor, los demás jinetes a mi alrededor, las miradas de odio, la muerte...
Todo eso me da vueltas, y me siento de rodillas en el suelo. Sombra, al notar mi tristeza, baja la cabeza y me golpea el hombro. Le acaricio, pero aún así, no me recupero. Respiro agitadamente y empiezo a llorar.

-No. No voy a llorar -digo secándome las lágrimas-. Los demás no lo estarán haciendo. No me compadeceré por los demás. Tengo que ser fuerte, tengo que aguantar, tengo que centrarme en como superaremos esto.

El caballo relincha, y tras despedirme de él, vuelvo a casa. Me tumbo en la cama y me quedo mirando la luna.
Cuando empieza a amanecer, yo sigo durmiendo.

Mis padres me miran preocupados, y empiezan a hacer las tareas sin despertarme.




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