17 de febrero de 2014

Aleiana

La soledad, esa pútrida soledad. Y el miedo, tan oscuro y demacrado que temo que un día acabe arrancándome la piel a pedazos. Ambas cosas destrozan el alma y sumen a los débiles en la subconsciencia y el olvido. Son los reyes de la locura, y, por ello, son muy temidos. No hay siquiera un corazón que no se estremezca, dudoso, al escuchar esas palabras.
Es doloroso pensar que forman parte de mí.
Me hallo aquí, encerrada, en medio de un bosque interminable. Sus árboles son negros y grises, plagados de nubes de tormenta. El suelo, lleno de tierra y húmedo, acaricia las plantas de mis pies desnudos. Las estrellas, coronando un anochecer congelado en el tiempo, de tonos azules y rosados, parecen reírse de mi desgracia. Un cuervo aletea débilmente de un árbol a otro. Me sorprende ver que es de color blanco, y, además, que tiene los ojos negros como el alquitrán. Se detiene en una rama próxima a mi posición y me observa con su mirada acuosa y tenebrosa.
Las manos me tiemblan. Las piernas parecen haber perdido la capacidad de responderme. Mi piel ha dejado hace rato de sentir otra cosa que no sea el frío, esas ráfagas heladas que me quitan las fuerzas a cada segundo.
Estoy desnuda, hambrienta, desorientada y cansada. Me dejo caer de rodillas y mi cuerpo apenas se sobresalta cuando siente el mordisco del mugriento y húmedo suelo. El cuervo, divertido por mi rendición, baja aleteando hasta llegar frente a mí y vuelve a observarme.
Suelta un graznido. Me tapo los oídos y susurro que se detenga. Vuelve a gritar, aletea en un frenesí salvaje, unas cuantas plumas azotan mis mejillas. Vuelvo a murmurar que se detenga, con el pelo negro rozando mis hombros desnudos, pero éste no parece haberme entendido. O es que tal vez no puede.
-¡Aleiana! ¡Aleiana! -grazna, ahora de forma más fuerte, y logro entender en sus gritos mi nombre. Alzo mi mirada azul hacia él, encontrándome con su pico blanco a pocos centímetros de mi cara. Al ver que le escucho, se detiene.

-Vas a morir -dice, de una forma clara y concisa. Su voz tiene tono de mujer, y, a la vez, de hombre. Bajo y grave al mismo tiempo. Tenebroso y alegre. Mi cuerpo se estremece.
-¿Qué? -susurro.
-Vas a morir -pega un salto y alza las alas, volando hacia arriba. No tarda en deslizarse cerca de mi cabeza y seguir exclamando-: ¡Vas a morir! ¡Vas a morir! ¡Vas a morir!
-¡Calla! -grito, y me tapo los oídos con las manos. El cansancio empieza a tirar de mí al tiempo que la adrenalina mordisquea mi piel. Como he dicho antes, el miedo y la soledad nunca se despegan de mí.
-¡Él te matará! ¡Él te matará! ¡El día veinte de marzo! ¡El día de La Danza! ¡El veinte de marzo!
Empiezo a llorar, asustada. Intento apartarme del animal, que pasa volando tan cerca de mí que me hace daño en la cara con las alas de sus plumas. El olor a tierra y muerto inunda mi nariz.
-¡CALLA! -grito, con los ojos resquebrajados y desbordantes de lágrimas.
El silencio invade mi alrededor. Abro los ojos y observo el ambiente, asustada.
El animal se ha ido, y con él, el ruido.
Trato de incorporarme, y, tras varios intentos, lo consigo. Me abrazo los hombros para tratar de combatir las bajas temperaturas. Un extraño pensamiento cruza mi mente: ¿Por qué no nieva si hace tanto frío?
En ese momento, alguien me coge del brazo y me tira al suelo. Noto el peso de mi agresor en mi pecho, y, de un modo fugaz, distingo unos ojos marrones.
Y, tras él, la oscuridad.
Me despierto rodeada por las demás Almas.
-Aleiana, has tenido una pesadilla -me informa Mírande tras sacudirme el hombro. Me dedica una sonrisa tranquilizadora y me tiende un vaso lleno de agua-. Toma, se te pasará.
Leiai, al otro lado de la cama, me contempla con expresión preocupada.
-¿Qué has visto? -inquiere tras descifrar mi miedo en mi faz.
Tras respirar hondo, respondo. No entiendo porqué las manos me tiemblan tanto. Me restriego los brazos con ellas, apartando la capa blanca que me cubre casi al completo. Hace un momento que he terminado de beber el agua, pero me siento seca.
-Creo...creo que acabo de saber cómo voy a morir.

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